En términos generales, como lo he dicho al aire en varios programas, no soy un simpatizante acérrimo de los regalos de Navidad. No de los regalos en general --puesto que casi siempre regalo libros o plata, dependiendo de quién se trata el agasajado-- sino de los regalos, detallitos, bobaditas o presentes que solemos dar --o que nos toca dar-- cada fin de año.
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Tampoco me gusta que me regalen nada. Ya tengo lo que necesito: y no es arrogancia; por el contrario, es humildad. Tengo lo que necesito, puesto que me considero austero y mesurado en el gasto (austero y mesurado no es ser tacaño, aclaro).
Hasta hace un tiempo me parecía horroroso y falta de tino, fuera de lugar, que a uno le dieran plata en vez de regalos. Como se usa especialmente en Estados Unidos en los matrimonios: lluvia de sobres, en vez de lluvia de ollas, licuadoras, planchas, destripadoras, cubiertos, portavasos, en fin. Pero ahora soy un convencido de que es mejor, más útil y más honesto regalar plata, poca o mucha, lo que se pueda, pues se le entrega al "regalado" la libertad de hacer con ese dinero lo que le plazca.
A lo mejor es lo que le falta para ir sumando, de a poquitos, lo que necesita para alcanzar un proyecto o una meta.
Hace unos años leí un libro que me llamó poderosamente la atención, escrito por el profesor de Economía de la Universidad de Columbia en Nueva York Xavier Sala I Martin, quien defiende esta práctica de regalar dinero en vez de objetos.
El profesor respalda su postura de varias maneras, pero arranca citando a Sheldon Cooper, el protagonista de la serie The Big Bang Theory, quien decía que "no hay que hacer regalos porque, si yo te regalo 50 dólares para tu cumpleaños, tú me los devuelves para el mío, al final del año estamos en paz. Y si un año tras otro repetimos lo mismo, al final de nuestras vidas o bien estaremos en paz o bien uno de nosotros acabará ganando 50 dólares, ¡dependiendo de quién se muera antes!"
Más allá de lo argumentativo de Sheldon, uno de mis personajes favoritos, el profesor Sala I Martin trae a colación en su libro un estudio de la American Economic Review en el que a la gente le preguntaban cuál era el precio de los regalos recibidos y cuánto dinero habrían pagado para comprarlos. O sea, algo así como: ¿cuánta plata pagaría usted por la corbata horrorosa que a la tía Carmen le costó 50 dólares?
Si realmente la corbata era tan nefasta --dice el profesor-- quizá no habríamos pagado un solo dólar por ella. O quizá habríamos pagado solo 10. En consecuencia, si la tía Carmen se gastó 50 en una corbata que nosotros valoramos en tan solo 10 dólares, ¿no sería mejor que la tía nos diera, por ejemplo, 30 dólares en metálico para que nos compremos lo que queramos?.
Así, dice el autor, si nos regalara 30 dólares en lugar de la corbata, nosotros saldríamos ganando, ya que acabaríamos con 30 dólares en el bolsillo en vez de una corbata que solo valoramos en 10. Además, ella se ahorraría 20 dólares.
Y concluye: "¡Si regaláramos dinero en lugar de corbatas, todo el mundo estaría más contento!"
Y es que lo que pasa con los regalos de Navidad es que quieren simbolizar algo --afecto, aprecio, hermandad-- pero son tan rutinarios que a última hora nadie sabe qué regalar exactamente y se termina comprando lo que primero aparece, casi por relleno: el suéter, la camisa, el cinturón, las medias de siempre, o la famosa corbata de la tía Carmen. Y además el asunto se presta para el juego incómodo de la comparación: lo que yo te di es más costoso que lo que tú me diste, o al revés.
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¿Cuántos suéteres no terminaron convertidos en refuerzo para la pijama, cuántas corbatas en colgandejo triste y solitario en el closet?. La plata, en estos casos, puede ser una forma más útil y sincera de desearle a alguien una buena Navidad, así sea para que la celebre con un almuerzo o unas cervezas...
Ah: el libro del que hablo se titula "La invasión de los robots y otros relatos de economía en colores".