La pandemia no ha acabado, pero muchos creen que sí y actúan en consecuencia. Basta con dar una vuelta por las ciudades, recorrerlas, caminarlas, detenerse en sus calles, entrar en centros comerciales, para ver directamente lo que está ocurriendo. Mucha gente, muchos ámbitos, relajamiento total.
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¿Por qué? Quizás porque la vacunación ha ejercido un efecto colectivo, la sensación de seguridad y tranquilidad. Estar vacunado se ha convertido en un salvoconducto, en un pase hacia la normalidad. La consecuencia inmediata es que quienes no están vacunados, quienes no pudieron o no quisieron, son los que pueden enfermarse y allá ellos y sus circunstancias.
También ha jugado un papel clave el desespero, tanto de los gobiernos como de los ciudadanos. El encierro, el confinamiento, ya no son una opción. Nadie quiere imaginarse otra vez en cuarentena. Al principio fue algo llamativo y hasta curioso para nosotros. Al comienzo, en los primeros días, muchos se asomaban a los balcones a aplaudir a médicos y enfermeras, la historia aquella de los "héroes de la pandemia", que tanto llamó la atención y fue motivo de poemas y canciones.
Después, con el paso de los días, las cosas se decantaron y cambiaron de color. Los "héroes" pasaron a ser seres humanos a los que no les pagaban sus salarios a tiempo y estaban llenos de trabajo. El confinamiento en cincuenta metros cuadrados pasó a convertirse en un problema familiar. La falta de trabajo llegó a casa. El hambre se puso más en evidencia. La inseguridad, en consecuencia, se disparó.
La pandemia ahora es una amenaza, para la economía, para el empleo, para el orden público, para la salud mental. Nadie quiere volver a aquellos días. Hasta el teletrabajo comenzó a devaluarse; el regreso lento y paulatino a las oficinas está poniendo en entredicho el concepto de "nueva normalidad". Algunas empresas, quizás menos de lo que se pensaba, van a dejar la alternancia como opción.
A la pandemia y sus consecuencias le sigue ahora una sensación de libertad que se traduce en que las medidas de bioseguridad (una extraña palabra que llegó para quedarse) se han vuelto inútiles y podría decirse que ridículas. Una pequeña muestra se pudo apreciar en los partidos de la Selección Colombia en Barranquilla, tanto frente a Brasil como ante Ecuador. Con un aforo del setenta y cinco por ciento, que parecía mayor, la ausencia del tapabocas brilló como uno de los ingredientes llamativos de tan tediosos partidos.
Si bien el tapabocas se exigió como requisito para ingresar al estadio Roberto Meléndez, las imágenes captadas en las tribunas mostraban que adentro lo que había era una fiesta, jolgorio, emoción de los asistentes, deseos de acompañar a la Selección, socialización permanente, ánimo colectivo, solidaridad, igualdad y fraternidad, en fin. Y el virus en el olvido.
Son pocos los lugares en donde todavía toman la temperatura a la entrada, como si eso sirviera para algo en la práctica; mucho menos hay seguimiento a quienes puedan estar afiebrados. Sencillo, todos entran. Se presumen vacunados, y eso, parece, permite respirar un poco.
El otro día, un domingo, me eché una pasada por varios restaurantes en busca de un brunch. Casi no encuentro uno relativamente desocupado. Tuve que hacer una fila larga, irme no era una opción por cuanto corría el riesgo de quedarme sin el pan y sin el queso, sin desayuno ni almuerzo. Todo estaba lleno, apeñuscado.
Cuando entré finalmente al sitio, la falsa sensación de bioseguridad se traducía en que quienes estaban sentados esperando el desayuno-almuerzo llevaban el tapabocas. Pero apenas servían, se ponían a conversar animadamente. Reían, incluso celebraban. Todos juntos, todos felices, ¿libres por fin? ¿Y el tapabocas?
Lo mismo ocurre con el transporte público. Transmilenio está repleto, las avenidas están colapsadas. Los taxis y los uber y los beats y todas esas plataformas, copadas. Se acabaron aquellos días aciagos. De facto, en contravía de lo que el ministerio de Salud y la OMS recomiendan, y súbitamente, la pandemia parece haber acabado. No el virus: lo que la pandemia significa.
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Ojalá las medidas sanitarias adoptadas perduren en el tiempo. A mí la idea del tapabocas en determinadas circunstancias, y del lavado de manos, me encanta. Más allá del covid. Por salud, por higiene, deberían seguir. Como la vida...