Entre 2018 y lo que va de 2019, Medellín registra cerca de 700 homicidios, de los cuales 229 obedecen a casos en los que perdió la vida un joven menor de 24 años.
Gran parte de los crímenes en el Valle de Aburrá, son consecuencia de la guerra frontal de grupos delincuenciales, que luchan por el control del tráfico de drogas, armas y extorsiónes.
Una guerra sin cuartel, que no conoce de reglas y mucho menos de edades.
El problema de violencia urbana es un hecho real, que ha golpeado durante varios años las fibras sociales y que por algunas épocas hizo lento el desarrollo de la ciudad, como sucedió en la década de los ochenta y principios de los noventa, con el período de Pablo Escobar, a quien se le señala de arrasar con una generación entera.
Largos periodos de crimen, que dejaron tatuado en el imaginario de algunos jóvenes, que la posibilidad de salir adelante está fuera de su alcance, y que el único medio para obtener “respeto” está bajo el poder que entrega un revólver.
Le puede interesar: Camufló un fusil en el estuche de una guitarra
Las necesidades, la estigmatización y la falta de inversión estatal convierten la escolarización en una inversión de tiempo a largo plazo, mientras que el hambre que se vive en el hogar no permite calentar una banca, a la espera de que el sistema los incorpore mañana.
Cientos de jóvenes crecen en ambientes caracterizados por la pobreza y el miedo, en los que las bandas del crimen organizado se dan a la tarea de reclutar niños y jóvenes hacia el interior de los grupos para ensanchar sus dominios.
Para el General Eliecer Camacho, Comandante de la Policía Metropolitana del valle del Aburrá, la urgencia de sobrevivir en un ambiente social y familiar hostil, obliga a la inmediatez de un futuro que es incierto, donde predomina la regla de sacar el mayor provecho con el menor esfuerzo.
Para el oficial, las periferias son el caldo de cultivo de capos, donde los jóvenes aprenden a sobrevivir en un ambiente hostil, no solo con agresiones de combos rivales, sino también la ausencia de padres, abandono del estado y en ocasiones abuso del poder.
Lograr mucho en poco tiempo, es la consigna de cientos de jóvenes que engrosan las filas de las bandas delincuenciales, que entregan su propio futuro a cambio de efímeras sumas de dinero.
Un futuro en el que no hay tiempo para la educación, porque en sus expectativas, tampoco hay tiempo para la vida.
Apoyados en el misticismo que encierra un escudo protector materializado en un crucifijo, una potente motocicleta como corcel y un “fierro” como una afilada espada, históricamente la violencia en Medellín se ha ensañado con las generaciones más jóvenes, quienes son los llamadas a defender a sangre y fuego su territorio, dominado por un “don”, “un patrón” o un “jefe”, que por consecuencia de la propia guerra, muchas veces no alcanzan a conocer.
Un camino que aunque lúgubre, se convierte en el sendero más corto para mitigar el hambre que se vive en el hogar.
Jóvenes que son calificados como un problema, solo por pertenecer a sectores deprimidos y marginados.
Seria un error calificar el conflicto en Medellín como una simple guerra de mafias, más, si se tiene en cuenta que los combos que militan en la ciudad son producto de una situación social compleja, toda vez que los jóvenes que participan de la sangrienta confrontación comprenden la parte mas frágil de los tejidos sociales y vulnerables de la ciudad.